MIS CUENTOS

MIS CUENTOS

     

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LA TAROTISTA

Estela Lo Celso

Estiré todo lo más que pude brazos y piernas para desanudar los músculos agarrotados. Qué digo ¡Hechos polvo! Así es como quedo día tras día, luego de mi difícil tarea. Y hoy me han dado duro. Siempre es así, cuando entramos en luna llena. La mayoría de las llamadas, son por el mismo tema. ¿Volverá? ¿Me abandonará por otra? ¿Aún me ama? Como si yo tuviera la varita mágica. La gente llama todo el tiempo preguntando por el mañana, cuando ni siquiera se hace cargo del hoy. Cada tanto me rayo y quiero tirar el laburo a la basura. Bueno, quizás me he tomado muy en serio esto de tirar las cartas.

Me llamo Matiz, mejor dicho, es el nombre que me puse cuando decidí tirar el tarot, perseguida por urgencias económicas. Sé, que el boca a boca me ha dado fama de clarividente. ¡Y lo soy! Pero ahora, tengo la necesidad de alejarme por un tiempo, salir y divertirme un poco. Aún soy joven y estoy sola. Demasiado, desde mi ruptura con Anglés. ¡Demasiado!

¡Uy! El timbre del móvil me recuerda de pronto, que olvidé apagarlo.

―Lo siento-contesto con voz amable pero soñolienta―ya es muy tarde y he terminado por hoy.

La voz del hombre suena tan insistente, que no lo puedo evitar. En el fondo poseo el costado necesario del número ocho. La carta de La Justicia: Resolución de situaciones adversas. Iré. Necesito el dinero y a domicilio la tarifa es más que interesante. A medianoche, cuando el reloj toque las doce campanadas.

El primer impulso que me asalta al traspasar la puerta del boliche, es volverme por donde entré. Con toda seguridad, me he equivocado. Doy media vuelta y enfilo para la salida, cuando el rutilante acorde del bandoneón me pega de lleno. Y si hay algo que no he podido resistir jamás es precisamente eso: un ambiente de tango. ¡Pura genética milonguera! ¡Al diablo con el trabajo! Mañana volverá a llamar.

―Puedes sentarte donde quieras―me dice la chica ―pero si quieres bailar, es mejor que te ubiques en aquella esquina, cerca del bar. Por ahí pasan todos para fumarse un pucho y tomarse un trago. Así pueden ficharte mejor.

Enfilo para el sitio marcado. El hecho de estar siempre detrás de un auricular ha acrecentado mi timidez. Quizás sea esta la oportunidad de perderla.

― ¿Que vas a beber?―me pregunta el hombre, detrás del mostrador.

Lo miro y lo recorro de arriba abajo, de un rápido pestañeo. Sin ser muy guapo, tiene esa pinta inconfundible del potro nacido en las praderas salvajes. Y no atino a mover la lengua.

―Perdón ¿te sirvo algo?―insiste.

Iba a pedir una ginebra con soda o algo así, pero percibo una docena de ojos clavados en mi nuca. Por un momento olvidé que para ser bien vista en las milongas, las mujeres no debíamos comportarnos como hombres.

―Sí, una cerveza sin alcohol… ¡por favor!

No siempre me siento donde termina el salón, por lo general huyo de los rincones. Sin embargo este tiene sus ventajas. La perspectiva que me ofrece, es inmejorable. Desde este ángulo, puedo relojear con placer, al elemento masculino. No sólo por sus físicos, movimientos o estrategias, sino ―y esto es lo que más me divierte―por esa histeria que corre en estos ambientes tangueros, como por ejemplo la del petiso, quien haciendo ostentación de su legítima virilidad de argentino, hojea en un abrir y cerrar de ojos a la concurrencia femenina, para luego cabecear a modo de invitación a la mina platinada de escote generoso. Esta se levanta con ímpetu, pasa por su lado, da un giro a su alrededor y cae en los brazos… de otro. El petiso da media vuelta y mira ahora a los presentes de soslayo, luego con ojos que amartillan el bochorno, se acerca a mi mesa y con ese siseo que caracteriza a la clase porteña me dice:

―Hace rato que te miro ¿Bailamos?

No me gusta despreciar a nadie y mucho menos si pienso volver en otro momento.

El hombre mueve los pies con destreza de coleccionista, al ritmo inconfundible de Malena. Y yo sigo, como una feligresa sus pasos. Nada del otro mundo, sólo eso, un tango bailado con buena técnica que mamé en los suburbios a muy temprana edad.  ¡Eso y nada más!

Malena canta el tango, como ning…  Un inoportuno llamado telefónico, invade mis tímpanos. Y si hay algo que no me banco, es que algún irresponsable apabulle los acordes de tan bella música con un ruido tan vulgar. Y justo bailamos enfrente de mi mesa. Por eso reconozco el inconfundible sonido, que no es otro que el de… ¡mi móvil! No sé si es ese maldito sentido del deber, o la vanidad de saberme imprescindible, lo que me lleva a desprenderme con brusquedad de mi acompañante y  lanzarme a la aventura de atender el llamado.  Es la misma voz del hombre que me ha citado para una tirada de tarot, cuando toquen las doce campanadas.

―Te estoy esperando aún, ¿vendrás?

Iba a contestar como se lo merecía, cuando agudizo el oído y percibo detrás de su voz el chamuyo propio de un boliche de tango y una voz conocida cantando “Malena…

Y levanto la cabeza y lo veo ahí detrás del mostrador parado con su móvil pegado a la oreja. Y él, que acaba de adivinar también lo que ha pasado, me mira, me sonríe y me hace señas para que me acerque. Y avanzo, dejando al petiso herido de muerte, convencida de que a veces los Dioses juegan a los dados con el destino de los mortales.

Un poco confundida aún, despliego los arcanos mayores sobre la mesa. Detrás de las gafas, un par de ojos fisgonean mis manos que se mueven con rapidez. La Emperatriz junto a Los enamorados, El carro, y La rueda de la fortuna.

―Mejor tirada no podía ser. Los astros te protegen y tienes un futuro más que brillante en los negocios…

―Eso ya lo sé. Mi boliche marcha bien. Ya lo ves Te he llamado porque hace exactamente un año, una bruja me vaticinó que conocería a la mujer de mis sueños y aún la estoy esperando. Sólo quiero saber si no me ha mentido.

Esta vez no soy yo. Es la sabiduría del bandoneón la que me susurra la respuesta al oído.

Miro las cartas una vez más, como para cerciorarme de la respuesta que he de dar y le digo:

―Pues… te ha dicho la verdad. Esta misma noche la conocerás. Esta noche-repito―a eso de la una de la mañana.

El hombre, mira con ojos de macho entero, el reloj de pared, luego me toma de la mano y me dice:

―Faltan sólo dos minutos para ésa hora ¿Bailamos?

Los acordes de “Adiós Nonino” despliegan todo su esplendor y crecen hasta poblar por completo el salón. Y todo estalla cuando él me aprieta la cintura con su brazo. ¡Y volamos! ¡Volamos!

¡Lástima! Es la primera vez que consigo ver mi futuro a través de las vibraciones de un consultante. De haber sabido que iba a conocer al amor de mi vida, hubiera venido con los zapatos de taco aguja y la falda ajustada de tajo. ¡Una verdadera lástima!  

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EL DESEO DE MATILDE

Estela Lo Celso

Matilde abrió los ojos y siguió con la mirada, las partículas de polvo, que se colaban a través del halo de luz de la persiana.

Tan leves y suspendidas como su vida.

Antes de salir, recorrió el precioso piso. Las ventanas cerradas cubiertas de pesadas cortinas parecían frenar la fuga de tantos recuerdos.

Con una inclinación de cabeza casi imperceptible y un brevísimo saludo, Pedro el portero, se adelantó para abrirle la puerta. Detrás del uniforme impecable, se le esbozaba una sonrisa enigmática, como un espeso bosque arbolado. Al morir su mujer, él se ocupaba de conservar el lujoso edificio como un espejo.

Matilde contestó al portero con un frío «Buenos días».

Como todas las mañanas, caminó hasta la Rambla de Barcelona para despejarse y ocupar el tiempo que le sobraba. Miró algunas vidrieras y se paró, para admirar el precioso vestido que lucía la modelo; era perfecto para una veinteañera y no para sus casi 60 años.

Entró en el Café de la Ópera, un sitio con toda la esencia de principios del siglo XX, y que Matilde adoraba.

―Buenos días señora Matilde ¿cómo estamos hoy?―preguntó Luis.

―Bien gracias―contestó Matilde, mirando cómo se le balanceaban al camarero las manos fuertes, como dos olas juguetonas.

― Lo mismo de siempre ¿no?

A su regreso, se paró una vez más, para fisgonear el cartel torcido y medio desprendido que colgaba de la ventana de su vecina, a la que conocía desde hacía más de 20 años.

«Ximena Curadora de males amorosos, arregladora de lo increíble, hago posible tus deseos. Entra y consulta sin compromiso»

―Qué sorpresa Matilde tú por aquí.

La pequeña habitación, alumbrada solo con velas, arrojaba un fulgor misterioso sobre las paredes cubiertas de máscaras y fetiches.

―Ponte cómoda y cuéntame…

―Tengo un deseo.

― ¿Un deseo?… ¿tu? ―exclamó Ximena.

―Sí yo.

―Pues bueno.

― Quisiera, quiero, pues yo, yo…

― ¿Y?

― ¡Ser joven de nuevo!

Ximena la miró. Nunca hubiera imaginado, que Matilde fuera capaz de desear nada, desde su viudez. Y menos que quisiera retroceder en el tiempo.

― ¡Vamos! Sabes que eso es imposible.

―Pero ahí en el cartel dice, que tú puedes conceder deseos―contestó

Matilde con un apreciable tono burlón.

―Sí, pero vamos Matilde, sabes de sobra que no puedo hacerlo.

― ¿Por qué no?

Luego de unos minutos de un silencio estrepitoso, las miradas de ambas soltaron chispas. Matilde volvió a la carga.

―Si no eres capaz de concederme ese deseo, dilo de una vez y baja el cartel.

―Joven ¿Y para qué? ¿Qué quieres ganar?

― ¿Ganar? No, no, lo que deseo es sentir la pasión de un gran amor, la ternura de un abrazo, la dulzura de la poesía que se desprende de la voz de un amante.

Ximena sonrió primero y luego tapándose la boca con la mano ahogó una irremediable carcajada. Matilde frunció el ceño y su rostro se pintó de rojo.

―Mira que el brebaje es caro―bromeó la bruja Ximena.

―Si es por eso, no hay problema.

―Vaya, veo que te empecinas, allá tú si quieres seguir con esto.

Arreglaron el precio y Matilde tomó una pócima que sabía a fresas.

―Ahora tendrás tu cita con un hombre que te dispensará todo lo que has deseado. Presta atención y cuando el brebaje te haga efecto ve a encontrarte con él en el Maremágnum.

― ¿Así de fácil? ¿Cómo sabré que es él?

Ximena largó otra carcajada.

―Vete lo sabrás― le contestó Ximena entre risas―Acuéstate tendrás un sueño liviano y cuando te levantes tu deseo se habrá cumplido. Aprovéchalo porque sólo será por unas horas.

Matilde se levantó de la cama sin ninguna dificultad. Su cuerpo era una pluma y cuando corrió al espejo apenas lo podía creer. Compró el precioso vestido que tanto le había gustado y sin maquillajes se fue al Maremágnum en busca de su amor.

Debajo de un cielo inmenso repleto de nubarrones, el mar mudo se volvía negro de a ratos. Un hombre joven se sentó a su lado. Matilde leyó en sus ojos grises una languidez inquietante.

―Hoy he visitado a mi amiga Ximena―dijo el joven devolviendo a Matilde una mirada cargada de pasión.

Miraron el mar en silencio. Las nubes, iban formando pequeñas flores en forma de racimos sobre las olas ajetreadas, hasta que estalló la lluvia.

―Vamos, corramos―dijo Matilde.

Un inusitado fuego creció entre ambos cuando aprisionaron sus manos. Tomaron el metro abarrotado de gente, tanto que sus cuerpos se rozaban ante cada vaivén.

Y fue inevitable. El beso cayó entre los labios como una fruta madura.

Llovía, tronaba, llovía y las gotas cristalinas eran cintas ardientes de deseos.

Unos instantes después llegaron a destino.

Matilde abrió la puerta del edificio y entraron.

―Vamos subamos a mi piso―susurró Matilde―o tendremos un resfriado.

Entre el camino tibio de la alcoba, tembló la noche amorosa y mística, hasta el amanecer.

Desde la ventana abierta, el sol acercaba su presencia celeste, para desplegar una tímida luz sobre dos cuerpos colmados de soledades, de abrazos perdidos, de besos olvidados.

El hechizo había terminado, pero ellos ni siquiera se dieron cuenta. Les ganó el olvido de saberse hermosos y jóvenes cuando miraron sus rostros sin edades.

El sonido del móvil quebró el silencio.

―Debo irme, espérame amor mío, que volveré mañana y siempre ―dijo él ― Recuerda que mi corazón aún late con fuerza.

Matilde abrió el enorme ventanal y todos los ventanales. Cuando salió al balcón el viento traía entre sus alas la primavera.

Hacía mucho tiempo ya, que no reía con tantas ganas, cuando visualizó el cartel― ahora en su sitio― que colgaba de la ventana de la bruja Ximena.

Le esperaba un día ajetreado. Peluquería, lencería, y un perfume seductor. La música que había quedado en el olvido, invadió el piso.

―Todo tiene que estar perfecto ―se dijo Matilde antes de entrar en la ducha ― si lo mismo se puede ser feliz, aunque el amor provenga de la portería.

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