Roberto Fontanarrosa

Roberto Fontanarrosa

Cartas para Annie (1ª parte)

Rosario, 3 de agosto de 1987.
Estimada señorita Finnegan:

No puede usted siquiera imaginar la profunda emoción que me embargó al recibir, esta mañana, su carta. En rigor de verdad, señorita Finnegan, guardaba muy pocas esperanzas de recibir una respuesta suya, máxime que mi petición de correspondencia epistolar fue lanzada al azar, globalmente, sin apuntar a una persona física determinada. Le confieso que dudé mucho antes de escribir a la sección «Correo del Mundo» de la revista de la Unesco, ya que consideraba eso algo propio de la gente joven, de muchachos impulsivos con deseo de contactarse. Y además, porque temía que no la publicasen, como no publicaron mis ocho misivas anteriores. Por eso, le reitero, señorita Finnegan, jamás me atreví a suponer que alguien como usted, una joven británica, sujeta a una educación real, forjada y modelada en costumbres sin duda victorianas, se haya tomado la molestia de responder a la invitación al diálogo por parte de un desconocido, habitante de un remoto ámbito del globo. De allí, también, mi emoción, que ojalá usted pueda comprender, señorita Finnegan.
Los latinos, los nativos de esta nación argentina de la cual es posible usted jamás haya escuchado hablar, somos descendientes de españoles e italianos. Gente afectuosa y emotiva, que demuestra sus estados de ánimo sin temor al ridículo, sin falsos pudores, pero lejos del mayestático y digno hieratismo que lucen los súbditos de la Rubia Albión.
No quiero distraer su precioso tiempo, señorita Finnegan, ya que imagino que estará ocupada en sus trabajos de jardinería o en la cocción doméstica de esos deliciosos scones que ustedes tan bien saben hacer. Pero abrigo la esperanza de que no sea este nada más que un contacto pasajero, si no que se trate del comienzo de una prolongada y fructífera amistad. También me ha impactado, le confieso, su perfecto dominio del idioma español, aun sabiendo positivamente que el acopio cultural es un rasgo predominante en los sajones y que por ello supieron, en algún momento, expandir sus dominios por todo el mundo. De todos modos, no hubiese pensado nunca que una persona como usted se interesara en una lengua como la castellana, tan pobre y carente de gracia ante la precisa consistencia del inglés.
Aguardando su próxima carta con renovada esperanza, suyo
Lamberto.

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29 de agosto de 1987.
Estimado señor Lamberto Margulis:
Debo confiarle que yo también, en un primer momento, vacilé en contestar a su generoso petitorio, su amplia convocatoria al diálogo. No soy de las que responden a la propuesta del primer hombre, no se si me comprende. Pero intuí en su prosa, breve pero serena, el espíritu de alguien que no desea perder su tiempo en bromas tontas si no que ansía una real comunicación a nivel humano. Por otra parte, admito, me atrae el contacto con una persona que habita tierras tan ajenas a estas islas y sobre las cuales me gustaría saber mucho más, pues me reconozco ignorante de todo aquello que no este bajo los dominios del Commonwealth.
¿Cómo es Rosario? ¿Está sobre el mar? ¿Es también castellano lo que se habla allí? ¿Es una población amurallada? ¿Es la harina de pescado su principal fuente de ingresos? ¿O la copra? Espero no agobiarlo con mis preguntas, pero he sido siempre una persona inquieta, curiosa, que todo lo consulta. Le diré que tampoco soy yo lo que puede llamarse una mujer joven; lo digo en relación a su suposición de que este tipo de contacto epistolar está reservado para la juventud; pero tampoco me considero una mujer madura. Creo firmemente que la juventud reside en la personalidad de cada uno y no en el paso del tiempo cronológico. Con respecto su interés por mi dominio del español, le informo que accedí a él por pura necesidad, ya que mi familia tomó, dentro del personal de servicio, a una señora natural de Cádiz, España, que no hablaba en absoluto nuestro idioma. Esto nos ocasionó un sinfín de inconvenientes, en especial cuando procuramos explicarle el funcionamiento del lavarropas y procuro cocinar dentro de él un pavo trufado. Fueron tantos sus desatinos que me vi obligada a adentrarme en las dificultades del castellano en procura de dominar a esa mujer.
Dispense lo breve de mi misiva, pero aqui los días son muy cortos y tampoco somos los ingleses gente muy dada en un primer momento. Espero, no obstante, recibir sus interesantes noticias desde el otro lado del mundo.
Miss Finnegan.

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Cartas para Annie (2ª parte)

11 de setiembre de 1987.
Mi querida señorita Finnegan:
Antes de cualquier disquisición, le pido humildemente disculpas por anteponer el calificativo «querida» antes de su apellido. No lo tome como una audacia de mi parte, por lo que mas quiera: es que los hombres de estas tierras adolecemos del pecado de la osadía, como alguna vez lo demostraran el almirante Bouchard, el comandante Espora, Justo Suárez, Rugilo y otros criollos que pululaban por nuestras pampas. Pero es que su respuesta a mi carta ha iluminado mi vida. No puede usted imaginar la exaltación que hizo presa de mí cuando mi madre me trajo su sobre con el matasellos británico. Le confieso que el paso de los días se había convertido en un suplicio ya que veía desvanecerse mis esperanzas. Llegué a pensar que un argentino, señorita Finnegan, no era de la suficiente estatura intelectual como para entablar una relación postal con una súbdita inglesa, acostumbrada a codearse con ciudadanos de las primeras potencias mundiales. Yo sé que suena un tanto dramático, señorita Finnegan, pero hay otro dato que me angustió durante toda la espera, y es el referido al consabido y prolongado conflicto por las islas Malvinas, o Falklands, que se antepone entre nosotros como una muralla de incomprensión. Por todo esto, el haber recibido su carta esta mañana me ha inundado de una emoción difícilmente transmitible y bajo este impacto emotivo es que me atreví anteponer ese ingenuo pero genuino «querida» a su apellido. Sin embargo, pese a la distancia física, pese al océano que nos separa, ¿o nos une?, le aseguro que su presencia espiritual durante la tensa espera fue constante junto a mí.
Vivo en un barrio de Rosario llamado Saladillo. Este barrio, señorita Finnegan, fue originario asentamiento de empleados ingleses del ferrocarril; por lo tanto aún quedan, como testigos de aquella época maravillosa, viejos y señoriales edificios de estilo británico, que me la recuerdan a usted constantemente desde sus muros descascarados, paredes cochambrosas, tapias desconchadas y sus castigados techos de zinc. Pero, además, y esto ya parece una confabulación del destino, cerca de mi casa se levanta el frigorífico Swift, de reconocidos capitales ingleses, y todo el aire que se respira en Saladillo esta impregnado del perfume que de allí emana. Y es como estar percibiendo su lavanda, señorita Finnegan, y perdone lo sensorial de mi tono.
Me ha conmovido, además, el relato suyo sobre su servidumbre hispana y su maravilloso espíritu solidario de aprender el idioma. Esa grandeza hizo colosal su imperio, señorita Finnegan. Me agradaría que me contase más del tema, si no es avanzar demasiado sobre la intimidad de su casa.
Antes de despedirme, con dolor, le solicito dos cosas, y espero que no lo tome a mal: ¿podría envirame alguna foto suya, alguna foto que le sobre, que le haya salido movida o muy oscura? Se convertiría para mí en un verdadero tesoro. Y otra cosa: ¿puedo llamarla Margery?
Suyo,
Lamberto.

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2 de Noviembre de 1987.
Amigo Lamberto:
Como verá, yo también me he tomado el atrevimiento de pasar al tratamiento de «amigo», en lugar del impersonal «estimado». Es que, aunque a los súbditos de las corona nos cuesta admitir desequilibrios emocionales, le confieso que yo también aguardo con particular anhelo la llegada de sus líneas, siempre interesantes. Le aseguro que mi demora en contestar no obedece a ningun sentimiento que yo pueda albergar en desmedro de los latinos u otras sub-razas. Después de todo, no es usted un bosquimano o un malayo. Por otra parte, le aseguro que desconocía por completo la existencia de un conflicto en torno a las islas denominadas «Malvinas» o «Falklands». Es mas, ignoraba la existencia de las islas mismas ya que contemplar el mapa más abajo de la línea del ecuador me produce vértigo.
Le juro, Lamberto, que estoy estudiando con detención el mapamundi en procura de detectar la ubicación de su país. No me resulta fácil –poco propensa, como soy, a la cartografía– dilucidar donde se halla la Argentina entre tanta línea de puntos, ríos y elevaciones. Pero ya he señalado Guyana y Venezuela. ¿Es Argentina una superficie triangular, verde clarita? Me complacería me lo confirme. Con respecto a la servidora española, no tuvimos mas remedio que despedirla ya que nos destruyó gran parte de la vajilla al meterla dentro de la cortadora de cesped con la sana intención de lavarla. El problema es que ella aduce no entender nuestro deficiente español y no se ha dado por enterada del despido. Se ha encerrado en el sótano y clama por su embajador. No es la primera desilusión que me llevo con gente no sajon, amigo Lamberto, pero espero que sea la última.
Cavile mucho sobre su pedido de una foto mía. No soy del tipo de mujer que acostumbra a darse con facilidad, pero intuyo en usted un ser humano sensible y cuidadoso con las fotografías. Disculpe si, al arrancarla del álbum familiar, quedó adherido en el reverso un trozo de una foto de mi perro Excalibur sobre su cojín favorito. Hubiese preferido que nuestras fisonomias quedasen en el anonimato, ya que ello agudiza la imaginación y otorga un halo de misterio siempre beneficioso a una amistad, pero entiendo que un hombre desee conocer a su interlocutora. A la recíproca, también me veo movida por la curiosidad a solicitarle alguna foto a usted, ya que ignoro cuál puede ser el aspecto de alguien que viva en zonas tan alejadas.
Con respecto a la franquicia de llamarme Margery, déjeme pensarlo. Primero, porque no me gusta nada cuando las cosas se hacen de forma tan precipitada. Y segundo, porque Margery no es mi nombre. Si se fija bien en el sobre, observará que se trata del nombre de la calle, 17th Margery Street. Mi nombre es Annie.
Esperando su próxima carta, lo saluda,
Miss Finnegan.

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Cartas para Annie (3ª parte)

28 de Noviembre de 1987.
Querida Annie:
Un tumulto de sensaciones contrapuestas estremece mi alma. La comprobación de que nuestro contacto epistolar se prolonga y solidifica me ha insuflado nuevos ánimos, pintando de bellos y alegres colores el gris desvaído de mi vida. Le confieso que su carta me ha llenado de sensaciones olvidadas, me siento como un adolescente, pleno de dudas y ambivalencias. Antes que nada, quiero agradecerle enormemente su fotografía. Sé que le ha significado un esfuerzo económico enviármela. Le juro que no era mi intención inducirla a destruir su álbum, que imagino un documento familiar de insoslayable valor. Es una pena que no haya señalizado, precisamente, quién es usted dentro de ese maravilloso ramillete de jóvenes que, sin duda alguna, gozan de los placeres de un pic-nic. Pese a la oscuridad de la toma, pese a lo neblinoso que, al parecer, se presentaba el día, pese a la poca definición del foco, creo advertir que había algunos muchachos entre ustedes. No es fácil individualizarlos entre los abrigos y las capelinas. No obstante, con tenacidad detectivesca, he logrado separar una quincena de personas entre las que podría encontrarse usted, Annie, bella como siempre.
Advierto en usted un cierto regusto por el misterio, fiel a los pasos maestros de la inmortal Agatha Christie. Y no vacilo en arriesgar una posibilidad: usted es la que reposa sobre el césped, casi bajo el capot de la camioneta, envuelta su cabeza en un echarpe claro, junto a algo blanco que bien podría ser una cabra.
Le remito, en retribución de su gesto, una foto mía. Tardé mucho en seleccionarla, ya que no soy muy afecto a retratarme. El latino, bajo su aparente desfachatez y desparpajo guarda un espíritu austero, Annie, créame, tal vez heredado de José de San Martín o de Edmundo De Amicis.
Deberá disculparme por mi confusión con respectoa su nombre. Es que la excitación que me invade al recibir sus cartas me obnubila hasta el límite de la estupidez. Pero lo que le confieso me embargó de dudas, fue la denominación que usted me da de «amigo». Le seguro que me enorgullece que uted me considere como tal, pero mi secreta ambición es constituírme en otra cosa. Un amigo, así como puede considerarse algo exxcelso y maravilloso también configura tan sólo una persona que queda afuera de otro tipo de sentimientos, más profundos, más complejos y más inherentes a la relación hombre-mujer. No sé si me comprende, Annie. Temo que nuestras diferencias culturales impidan que me entienda con claridad. Y si lo entiende, espero que no lo tome a mal. No quisiera ser una decepción más que le brinda alguien no sajón. Para terminar, deseo hacerle una consulta que es posible usted considere audaz o atrevida, pero que quema mi pecho si no lo hago: ¿Hay alguien más en su vida, Annie? ¿Hay otra persona en su esfera sentimental, alguien a quien usted considere más que un «amigo»? De ser así, hágamelo saber, por favor, para no alentar vanas esperanzas.
Suyo,
Lamberto.
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14 de Diciembre de 1987.
Lamberto:
Temía este momento. Sabía que iba a llegar y ha llegado. Mi padre estuvo en Dunkerque y mi abuelo cayó en Verdún. Por lo tanto, no son las situaciones difíciles las que pueden hacer vacilar a un miembro de la familia Finnegan. Antes que nada, le agradezco la foto. No imaginaba, a través de su pulido texto, que fuese usted un atleta. Me sorprendió el grosor de sus bíceps en el acto preciso de levantar esas enormes pesas. Y la vastedad de su tórax, como así también lo notorio de la transpiración, lo que me revela un país húmedo. Advertí, asimismo, que esa foto ha sido publicada en alguna revista especializada ya que, al dorso, puede leerse parte de una suerte de tabla de posiciones de algún campeonato, se me antoja de football, nuestro deporte por antonomasia.
Volviendo a lo que a usted lo inquieta, quiero pedirle dos cosas: primero, que tome esto que voy a decirle con serenidad y no cometa el disparate de tomar decisiones apresuradas. Segundo, que no use palabras que me obliguen a recurrir a cada momento al diccionario. Me insumió una barbaridad de tiempo hallar el significado de la palabra «capelina» que, en un primer momento, me sonó como algo muy grosero.
Le diré, Lamberto, tengo novio. Es una relación que data de mucho tiempo atrás, doce años, para ser mas exacta. En estos momentos estamos algo distanciados ya que Edwin, tal es su nombre, reside en Brisbane, Australia, desde donde ha jurado llamarme para vivir a su lado. Yo ya estoy dudando de que cumpla con su promesa porque, desde el primer año de relación, me viene prometiendo lo mismo. Es un hombre inteligente, educado, pero algo frío en el trato, al menos así se entrevé a través de sus cartas, ya que a él también lo conocí mediante un correo postal que publicara la revista «New Commonwealth», en Blefast, en el año 75. Parece ser buena persona bajo su redacción huraña. Al menos su letra es pareja y redonda, aunque sus cartas, en lo que respecta a prolijidad dejan bastante que desear; suelen venir manchadas de tabaco y con aureolas de alcohol. Su manejo de la sintaxis es pobre y, lo compruebo ahora comparando, su temática se reduce a la descripción de matanzas de hotentotes y a la utilización comercial del cuero de cocodrilo.
Lo advierto ahora, Lambert, cuando he decidido abrir mis fronteras y conocer nuevos mundos, nuevas sensaciones, experimentar el regocijo de contactar culturas diferentes.
Por otra parte, lo considero a usted algo más que un amigo, Lambert. Lo que ocurre es que no hallé en el diccionario una palabra que contuviera, sin caer en excesos, mis apetitos personales.
Annie.

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Cartas para Annie (4ª y última parte)

 

28 de Diciembre de 1987
Annie:
Hay algo que no puedo evitar al recibir sus cartas, en especial si éstas son como la última. Aprecio la curva de su caligrafía y sigo, como un mastín, el ritmo de sus trazos. Después, el cabo de madera que sostiene la pluma. De inmediato su mano, su mano sosteniendo ese cabo de madera. Subo, entonces, por su mano, Annie, persiguiendo la tersura enloquecedora de su brazo, esa carne firme aún, la piel blanca y levemente trémula. Imagino entonces, Annie, que deposito mis labios sobre esa piel y la recorro, brazo arriba, hasta el hombro y, allí, no me detiene el bretel angosto de su vestido sastre, no.
Mi boca se entreabre, ávida, húmeda, y va dejando una estela acuosa sobre su hombro desnudo, trepa luego por su cuello tibio, mi rostro se sumerje bajo su cabellera y muerde su nuca estremecida. Usted ya no puede escribir más, Annie. Su cuerpo palpita bajo mis manos curiosas. Mi boca oferente resbala por la curvatura de su clavícula y mis dedos audaces oprimen los senos formidables. Su letra se ha hecho ilegible y despareja, Annie, del mismo modo que su respiración se torna angustiosa y entrecortada. Se le hace difícil escribirle a un hombre que está, ahora, Annie, encaramado sobre el respaldar de su silla, sujetándola por los pechos, hurgando con los dedos bajo su sostén, mordiéndole frenéticamente una oreja, Annie.
Discúlpeme si mi imaginación se hace algo procaz y arrebatadora, Annie, pero es una condición, la imaginería, particular de los pueblos tercermundistas. Ahora, le he pasado mis dos fornidas piernas por detrás, apresándola por la cintura, y he quedado casi colgado, aferrado como un molusco a sus senos incomparables. No puedo seguir escribiendo, Annie. Me he desatado completamente y siento como si fuera algo inútil e hipócrita continuar sojuzgando mi exaltación, mi pasión por usted, mi legítimo reclamo de argentina virilidad.
Lamberto.
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Brisbane, 6 de febrero de 1988
Señor Lamberto Margulis:
Por una jugarreta del destino, llegó a mis manos una carta que mi prometida Annie Finnegan le enviaba a usted. Sin duda, la costumbre, la vieja costumbre alimentada durante doce años, de escribirme, ha llevado a Annie a colocar en el sobre que me destinaba, la carta que le correspondía a usted, señor Margulis. No me extrañaría que recibiese usted, en cambio, un sobre a su nombre, pero con un contenido destinado a mi persona.
De todos modos, me he visto conmovido por varios factores, principalmente por el total descontrol, el lamentable vocabulario que Annie emplea en esa carta maldita que a usted le escribe, plagada de sucias invocaciones, puercas reflexiones sobre sus atributos masculinos y promesas de todo tipo de bajezas que ella podría intentar de tener en sus manos ciertos apéndices sobresalientes de su físico sudamericano. Jamás, en los doce años de relación, imaginé que la señorita Finnegan, si es que puedo llamarla aún «señorita», pudiese diseminar tamaña cantidad de inmundicias en un texto. Pero, aparte del enojo que me provoca el párrafo que a mí me toca («australiano bruto e impotente sólo apto para la polución nocturna») que ofende mi condición de profesor de letras de la facultad de Melbourne, no puedo comprender la predilección de una inglesa por alguien que, como usted, es nacido en tierras dejadas de la mano de Dios y de su Majestad, la Reina. Sólo puedo comprender lo bajo el cariz de una curiosidad animal, o de una perversión rayana en la entomología o la zoofilia. De cualquier forma, lo que más ha herido mi sensibilidad y honorabilidad es la noticia, suministrada por la misma Annie, de que se halla embarazada. Ultrajado en lo más profundo de mi dignidad, no me cabe otro camino que citarlo a usted en el campo de honor, donde las armas lavarán esta incalificable afrenta.
Dentro de tres años, cuando finalice mi tesis en la Universidad de Melbourne, tengo dispuesto viajar a Puerto Príncipe, aceptando una invitación que gentilmente me hiciera, años atrás, Papá Duvalier, para dar una charla a sus Tonton Macoutes. Si bien, hasta el día de ayer, estaba dudando aceptar dicha oferta, hoy he dispuesto aceptarla, ya que, estando en Haití, península tan cercana a su tierra, señor Margulis, fácil será encontrarnos y dirimir lo nuestro mediante el viril, noble y tradicional reto duelístico.
Edwin Littlehales.

Rosario, 3 de marzo de 1988
Señor Littlehales:
No soy de los que tiran la piedra y esconden la mano. Si fui más allá de lo tolerable con la señorita Finnegan, lo hice mobilizado por el impulso macho que nos caracteriza a todos los argentinos. Seremos tercermundistas y poco desarrollados, pero hay partes de nuestros cuerpos donde el desarrollo se nos da con generosidad asombrosa. Y no le escapamos el bulto al compromiso frente a una mujer, mi querido profesor. Tampoco voy a dar demasiadas explicaciones a un hombre que, si bien se ufana de su condición de profesor de lenguas, no vacila en leer una correspondencia que no le pertenece y fisgonea en ella como un miserable y despreciable ladrón de ideas y sentimientos.
¡Arrojé mi semilla y hallé tierra fértil, eso es todo! La señorita Annie es ya una persona grande, dueña de sus actos y sabe dónde le aprieta el zapato. No dudo que nuestro hijo llevará, el día de mañana, un nombre con resonancia española, mal que le pese, mi estimado profesor de lenguas.
Puede ser que no llegue a verlo porque, quizás, me toque en suerte caer en el campo de honor, ya que estoy decidido a aceptar su reto. ¡No será un pirata ensoberbecido quien arredre a un caballero criollo! Es más, le dejo la prioridad de elegir armas ya que, de ser por mí, optaría, sin duda alguna, por la vulgar alpargata, con la que ya corrimos en un par de oportunidades, tiempo atrás, a muchos que, como usted, pretendieron invadirnos bajo la inepcia de otro impotente, el australiano Beresford. Y, para demostrarle que no soy lerdo en estos trances, ya he designado mis padrinos. Uno es el ecuatoriano Elpidio Fuentes Sepúlveda, de calle 8 entre 14 y 87, Guayaquil, con quien sostengo un contacto epistolar desde hace tres años y quien no sólo le exigirá condiciones vía postal, si no que le propondrá, también, intercambio de sellos postales. El otro es Bayhan el Qalb, de Adén, quien todavía no me ha contestado, pero que aceptará, sin duda alguna, mi designación, con ese desprendimiento que exalta al pueblo yemenita.
No es mucho más lo que puedo agregar a estas líneas, mi estimado señor. Esperaré a pie firme sus respuestas y no será Haití mal lugar para el encuentro. En tanto, sólo me resta despedirme, parafraseando a un criollo cuyo apellido, Yupanqui, es de difícil traducción a una lengua tan carenciada y precaria como la inglesa:
Yo me voy con mi destino
pal lau donde el sol se pierde,
tal vez alguno se acuerde
que aquí cantó un argentino.
L.M.


JULIO CORTÁZAR